domingo, junio 20, 2010

Resulta que algunos clientes de My Café vienen siempre a la misma hora y siempre piden lo mismo.

Sospecho que no vienen por el café.

Ellos buscan una mirada, una sonrisa que los haga sentir parte.

Ya los tengo calados. Les pregunto qué van a pedir sólo por espectáculo: ya antes de ir a la mesa había hecho el pedido.


Hay tres griegos que entre las ocho y las nueve de la mañana vienen a desayunar. Uno, el más grandote, se pide cuatro piccolos, los otros tres se toman un flat white. El acento griego se oye rudo, por momentos me intriga mucho de qué hablarán.



Hay un pelado que siempre desayuna acá. Se pide las french toasts. A veces me equivoco y, en vez de llevarle el long black que siempre pide para acompañarlo, le llevo un capuccino o cualquiera de las nueve formas que tienen de llamar acá en Canberra al café. Jamás se quejó.

Alrededor de las nueve de la mañana llega Peter y se pide un soy latte que lo mantenga calentito mientras escribe váyase a saber qué en una agenda con una letra ínfima y constante. Me sonríe y me pregunta acerca de mi país, Argentina, que tan lejos está y que allá también es otoño y que si voy a volver, si extraño y que le gustaría oírme cantar un tango. En alguna oportunidad le relojeo lo que escribe, sólo por curiosidad.


Una mañana más en el barrio de Manuka.


Mientras, espero mi break de media hora los días de semana donde me tomo un momento para mirar a las cacatúas que vuelan tan libres en este cielo inmenso y celeste, ese mismo cielo que se ve desde la Avenida Córdoba al 3500 en Buenos Aires, de donde me fui y a donde no sé si volveré.

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